Noviembre entre pantallas: por qué tantos países están mirando a la infancia digital
“Cada vez más países proponen limitar la edad de acceso a redes sociales y noviembre marca un punto de inflexión global.”
Noviembre se ha cerrado con un movimiento global muy claro. Cada vez más países están aprobando o proponiendo límites de edad para acceder a redes sociales y a determinados servicios digitales. El Parlamento Europeo ha pedido que toda la Unión adopte una edad mínima de 16 años para las redes sociales. Dinamarca quiere impedir el acceso libre a menores de 15 años. Malasia plantea una prohibición a menores de 16 a partir de 2026. Australia avanza en la misma dirección con sanciones a plataformas que no verifiquen la edad de forma estricta.
Es evidente que algo está cambiando. Lo que durante años fue una carrera hacia la hiperconexión sin frenos empieza a transformarse en una reflexión más profunda sobre cómo viven la infancia y la adolescencia en un ecosistema tecnológico que no fue diseñado para su bienestar, sino para captar atención y datos.
Las justificaciones que dan los gobiernos se parecen entre sí. Hablan de salud mental, de presiones sociales, de contenido inapropiado, de algoritmos adictivos, de manipulación y de la creciente dificultad para que niñas, niños y jóvenes habiten el mundo digital con seguridad y autonomía. Reconocen que la autorregulación de las plataformas nunca ha sido suficiente y que los avisos del tipo “esta aplicación es para mayores de trece años” no han detenido nada. La infancia digital real vive una experiencia completamente distinta, marcada por un acceso temprano, constante y sin acompañamiento formativo.
Este noviembre también deja ver algo más profundo. No es solo una cuestión individual de cada familia. Es la comprensión de que estamos ante un fenómeno que tiene dimensiones sociales, comunitarias, económicas y políticas. Cuando una sociedad observa que una generación crece atravesada por dinámicas de atención fragmentada, sobreexposición emocional, comparación social permanente y opacidad algorítmica, la respuesta no puede recaer únicamente en los hogares. La responsabilidad de madres, padres y personas cuidadoras sigue siendo importante, pero no puede ser la única ni la principal. Las nuevas regulaciones alivian parte del peso que históricamente se ha puesto en las familias, aunque no deberían convertirse en una excusa para desconectarse. Se trata de redistribuir responsabilidades, no de delegarlas por completo.
Las normas pueden limitar el acceso, pero no enseñan a pensar. Pueden frenar ciertas dinámicas, pero no construyen criterio. Pueden proteger de algunos riesgos, pero no garantizan una relación saludable con la tecnología. Por eso este momento regulador es también una llamada a fortalecer lo que sucede alrededor: la alfabetización mediática, la educación en competencias digitales, la comprensión emocional, el acompañamiento afectivo, el trabajo comunitario y las políticas públicas orientadas a cuidar.
La tecnología ha venido para quedarse. El reto ahora es que no sea ella quien marque la infancia digital, sino que seamos todas las personas quienes decidamos cómo queremos que la vivan. No estamos formando únicamente para gestionar herramientas. Estamos acompañando a una generación que habita un mundo complejo, digital y profundamente humano. Y esa tarea no recae en una sola figura. Se construye de manera colectiva, desde las familias, las escuelas, las instituciones y la propia comunidad.