Australia apaga las redes sociales para los menores de 16 años
Qué significa realmente este giro y por qué Europa no puede mirar hacia otro lado
Imagen generada por IA.
Mañana entra en vigor en Australia una ley que probablemente marque una línea divisoria en la historia reciente de la regulación digital: el Online Safety Amendment – Social Media Minimum Age Act. A partir de mañana, 10 de diciembre, cualquier menor australiano de 16 años o menos dejará de tener acceso legal a plataformas como Instagram, TikTok, YouTube, Snapchat o Discord. No es un anuncio simbólico ni una declaración de intenciones: es una prohibición real, con consecuencias reales y multas millonarias para las plataformas que no cumplan.
Mientras escribo este artículo, pienso inevitablemente en todas las conversaciones que he tenido este año con docentes, familias y adolescentes. No hay sesión en la que no aparezca un comentario que se repite casi como un mantra: “siento que ya no tengo control sobre el móvil”, “mi hijo no logra desconectar”, “no sé cómo gestionar el uso de redes en casa”, “me comparo todo el tiempo”.
Y también pienso en la otra cara: en esa adolescente que me explicó que, gracias a TikTok, encontró una comunidad donde hablar abiertamente sobre su ansiedad. O en el estudiante que descubrió que podía aprender historia viendo vídeos cortos que le conectaban con algo que nunca había entendido en clase. Las redes no son un enemigo monolítico; son parte del ecosistema emocional y social de la juventud. Y justamente por eso, regularlas es tan complejo.
Australia, laboratorio global: un país corta el acceso… y el mundo contiene la respiración
La nueva ley australiana no nace de la nada. Llega tras años de informes que alertan del impacto del diseño adictivo de las plataformas sobre la salud mental adolescente. Pero el giro es radical: no reformar el entorno digital, sino cerrar la puerta durante toda la adolescencia temprana.
El propio gobierno australiano lo ha descrito como un “cambio cultural necesario”. Sin embargo, muchos expertos se preguntan si este corte tan tajante no puede generar efectos secundarios inesperados. Imagina a una chica de 14 años que utiliza Instagram para seguir cuentas de arte porque en su entorno no encuentra espacios donde expresarse. O a un chico que, gracias a YouTube, aprendió los primeros pasos de edición de vídeo y encontró una vocación. ¿Qué pasa con ellos mañana?
La ley quiere proteger a quienes sufren acoso, exposición temprana a contenido extremo o dependencia digital. Pero también puede silenciar a quienes han encontrado en estos espacios una forma segura de pertenencia.
La pregunta no es sencilla. Y por eso Australia se convierte, lo queramos o no, en el primer experimento global de este tipo.
Europa observa… pero ya debatía lo mismo
En paralelo, Europa está inmersa en su propio debate. Hace unas semanas, el Parlamento Europeo aprobó por gran mayoría una resolución no vinculante que propone elevar la edad mínima para acceder a redes sociales y asistentes de IA: prohibición total por debajo de los 13 años, acceso condicionado entre los 13 y los 16, y libertad a partir de los 16. La propuesta nace del mismo diagnóstico que ha dado forma a la ley australiana: el uso problemático del móvil, la presión algorítmica, la exposición a contenido dañino y la vulnerabilidad emocional de los adolescentes.
No es casual que esta discusión llegue justo después de la entrada en vigor del Digital Services Act (DSA), o de la aprobación de la Ley Europea de IA, que exige transparencia, protección reforzada para menores y controles estrictos en sistemas de recomendación. Europa está en pleno proceso de repensar su relación con la tecnología, pero todavía no ha cruzado la línea que mañana cruza Australia.
La diferencia es sencilla y enorme: mientras Australia legisla, Europa debate. Mientras Australia obliga, Europa recomienda. ¿Cuánto tardará ese debate en transformarse en ley? ¿Y qué tipo de ley será?
El dilema real: proteger sin desconectar del mundo
Cuando hablo con familias, lo veo claro: quieren sentirse acompañadas, no culpabilizadas. Cuando hablo con docentes, lo veo aún más claro: la escuela está recibiendo el impacto del ecosistema digital sin haber sido preparada para ello. Y cuando hablo con jóvenes, lo veo clarísimo: las redes son un espacio de vulnerabilidad, sí, pero también de exploración, aprendizaje, comunidad y creatividad.
Por eso, detrás de estas leyes late un dilema ético profundo:
¿cómo protegemos sin cortar raíces? ¿Cómo acompañamos sin invadir? ¿Cómo damos herramientas sin infantilizar?
Un ejemplo que suelo compartir: una alumna me contó hace poco que había dejado de dormir bien porque “los mensajes no paran”. No era maldad, no era adicción en el sentido clínico: era un diseño algorítmico que empuja a no desconectar nunca. Pero, en ese mismo grupo, otra alumna explicaba que su único espacio para hablar de su orientación sexual, sin miedo a ser juzgada, era un canal de Discord. ¿Cómo legislas para proteger a una sin dejar desprotegida a la otra?
La tecnología no es homogénea. Los adolescentes tampoco.
El riesgo de “soluciones totales” a problemas complejos
La ley australiana responde al deseo comprensible de frenar un daño que ya es visible. Pero también abre interrogantes: ¿funciona realmente una prohibición?
¿O desplaza el problema a plataformas menos reguladas, menos visibles y más peligrosas? ¿Puede reforzar la brecha social entre quienes tienen acompañamiento digital en casa y quienes no? ¿Puede empujar a los jóvenes a gestionar solos un espacio digital clandestino y sin supervisión adulta?
No tengo la respuesta definitiva. Y sospecho que nadie la tiene aún. Pero sí sé esto: cada vez que se plantea una restricción total, aparece también la necesidad de un acompañamiento mucho más robusto. La prohibición no sustituye a la educación. Y la educación no sirve sin estructuras que protejan.
Europa tendrá que decidir pronto
Lo que está ocurriendo en Australia funcionará como referencia, para bien o para mal, en los próximos meses. Si la prohibición demuestra ser eficaz, veremos movimientos similares en otros países. Si genera más problemas de los que resuelve, Europa podrá aprender sin tener que vivir el impacto directamente.
Pero lo que Europa no podrá hacer es ignorar el debate. Porque el DSA, la Ley Europea de IA y la reciente resolución sobre edad mínima señalan la misma dirección: la infancia no puede seguir siendo un territorio desprotegido en un ecosistema digital diseñado para la maximización del tiempo de atención.
La pregunta, ahora, es cómo queremos proteger. Y qué modelo de infancia digital queremos reconocer como sociedad.
Mi conclusión personal
No creo en soluciones mágicas, pero sí creo en decisiones valientes. Australia ha tomado una. Europa está preparando la suya. Y quienes trabajamos en educación, bienestar digital y alfabetización mediática tenemos la responsabilidad de aportar matices, evidencia y humanidad a este debate.
La conversación pública sobre la prohibición australiana tiene un punto ciego: hablamos de redes sociales como si fueran el único escenario digital que genera dependencia, pero no lo son.
Quien trabaja con adolescentes, como hacemos en educación, orientación, trabajo social o alfabetización digital, lo ve cada día. La dopamina no entiende de categorías: TikTok, Instagram, Fortnite, Roblox, YouTube, Twitch, WhatsApp… cada plataforma activa mecanismos similares. El scroll infinito y las notificaciones son sólo una parte de la historia; los sistemas de recompensas de los videojuegos, la presión por estar siempre disponible en los chats y los algoritmos de recomendación en vídeo funcionan con la misma lógica: captar atención, retenerla y convertirla en comportamiento repetido.
Cuando un chico de 12 años pasa tres horas jugando en Roblox, no siempre está “divirtiéndose”: a veces está respondiendo a un diseño pensado para que no pueda desconectar. Cuando una niña de 13 revisa constantemente si su mensaje ha sido leído, tampoco es casualidad: es interfaz emocional.
Por eso, aunque la decisión australiana apunta a un problema real, corre el riesgo de quedarse corta si sólo se focaliza en las redes sociales. Podemos limitar el acceso a Instagram o TikTok… pero si no abordamos el diseño de los videojuegos, las comunidades de gaming, los contenidos en streaming, los chats grupales o incluso la estructura de recompensas de las apps educativas, simplemente desplazaremos la dependencia a otro lugar.
Este es el verdadero reto: comprender que el ecosistema digital de la infancia y la adolescencia es una red interconectada donde cada aplicación cumple una función emocional. No basta con prohibir una puerta si las otras siguen abiertas y funcionando bajo la misma lógica adictiva.
La protección digital exige más que restricciones: exige rediseño, exige alfabetización profunda, exige acompañamiento emocional, exige que la industria asuma responsabilidad real y exige que dejemos de mirar cada plataforma por separado y empecemos a observar los patrones comunes.
Cuando hablamos de dopamina, no hablamos sólo de ocio: hablamos de identidad, de refugio, de pertenencia, de expectativas sociales, de carencias estructurales fuera de la pantalla. La pregunta, entonces, no es qué prohíbe Australia, sino qué estamos dispuestos a repensar como sociedad.
Si queremos proteger, necesitamos mirar el ecosistema completo. Si queremos educar, necesitamos hacerlo sin ingenuidad.
Y si queremos transformar, necesitamos empezar por reconocer que el bienestar digital no dependerá de una única ley, sino de la capacidad colectiva de reimaginar cómo queremos que vivan, jueguen, aprendan y se relacionen nuestros jóvenes en un mundo hiperconectado.